El presidente de Estados Unidos volvió a colocar a Venezuela en el centro de la confrontación política y militar. En declaraciones desde la Casa Blanca, Donald Trump sostuvo que no necesitaba la autorización del Congreso para ordenar bombardeos contra presuntos intereses del narcotráfico ubicados en territorio venezolano. Aunque señaló que podría informar previamente al Legislativo, dejó claro que no lo consideraba una obligación ni un asunto de gran relevancia.
El mandatario endureció su discurso al reiterar las acusaciones contra el gobierno de Nicolás Maduro, al que responsabilizó de permitir actividades criminales y de afectar intereses energéticos estadounidenses. En ese contexto, anunció nuevas medidas de presión, entre ellas el bloqueo de petroleros sancionados que transporten crudo venezolano, reforzando así la ofensiva económica y diplomática de Washington.
Paralelamente, Trump recordó que su administración había incrementado la presencia militar en el Caribe con el argumento de combatir el tráfico de drogas. Desde esa estrategia, Estados Unidos reconoció haber ejecutado ataques contra embarcaciones señaladas como utilizadas por el narcotráfico, acciones que derivaron en numerosas muertes y que elevaron la tensión en la región.
Las declaraciones presidenciales contrastaron con versiones internas del propio gobierno estadounidense. Funcionarios cercanos admitieron que una incursión militar directa en suelo venezolano tendría implicaciones de guerra abierta y que, en ese escenario, el aval del Congreso sería inevitable. Aun así, Trump evitó confirmar planes concretos y optó por minimizar el alcance de sus advertencias en mensajes posteriores a la nación.
Más allá de la retórica, el episodio dejó en evidencia una estrategia de presión constante que combina sanciones, despliegue militar y mensajes ambiguos. Una fórmula que mantiene a Venezuela bajo amenaza permanente y reabre el debate sobre hasta dónde puede llegar el poder presidencial estadounidense sin controles efectivos.
